El dilema es si debe usarse o no dinero público para recapitalizar bancos. Sorprende que se hable de esquivar un cambio de norma recién aprobado
El estancamiento es el hecho diferencial de la economía en Italia: entre 2008 y 2015 sufrió una caída del PIB, en media anual, del 1%, una tendencia con efectos en empresas, bancos y familias. El tejido económico perdió competitividad, producto de una esclerosis que llevó a cerrar a más de 1,7 millones de pymes.
El sistema bancario italiano tiene establecidos unos estrechos vínculos, que funcionaron bien al principio de la crisis, entre las numerosas pymes, los bancos regionales y las abundantes cajas de ahorro. Cuando la recesión alcanzó al sistema real, las dificultades aparecieron: las empresas comenzaron a ser insolventes, dejaron de pagar créditos que los bancos les habían concedido, lo que hizo que sus beneficios empezaran a disminuir. Con un excedente de explotación más reducido y con exigencias más rigurosas establecidas por la UE en la financiación de las entidades, había que hacer modificaciones relevantes.
Dado que el dinero público dejó de ser un factor esencial a la hora de garantizar la estabilidad bancaria, hubo que recurrir a otros mecanismos y el que se encontró fue la emisión de títulos de renta fija. Pidieron dinero prestado a la gente, colocando de forma masiva, bonos y obligaciones entre inversores minoristas. Las familias adquirieron al sistema financiero cerca de 200.000 millones en deuda junior y la mitad de los 60.000 millones de euros emitidos en deuda subordinada. Lo preocupante no era el tamaño del agujero financiero —que hasta podría entenderse como manejable—. Lo peligroso era que gran parte de esa deuda bancaria perdiera valor, pues con su desplome originaría una merma notable en la renta y riqueza de las familias.
Cabía la posibilidad de que actuase la "teoría de las fichas del dominó". El bajo crecimiento económico acarreaba un declive empresarial que, a medida que aumentaba, arrastraría a los bancos, que tomaron decisiones que afectaron mucho a las familias. El riesgo era que detrás de la crisis bancaria emergiese un grave problema social. El FMI calificó esta situación como de extrema gravedad. Se había producido una huida de capitales, que ocasionó una profunda caída de las cotizaciones bursátiles (el 55%).
El caso del Monte dei Paschi di Siena agravaba este diagnóstico, por lo que había que aislarlo. El BCE, el Gobierno italiano y el propio banco cerraron, de acuerdo, un plan de rescate sin ayudas públicas para fortalecer la posición patrimonial de la entidad, a la que liberaron por completo de créditos fallidos. Estos hechos empujan a preguntar ¿cómo ha de actuarse? Llevando a cabo una reestructuración y un fuerte proceso de saneamiento. De ser así, ¿quién asume las perdidas?, ¿quién inyecta el capital?.
El dilema al que se enfrenta la UE es si ha de permitir usar dinero público para recapitalizar bancos. O si por el contrario no puede porque ahora solo han de efectuarse ayudas bail-in, operaciones de salvamento siguiendo la escala de acreedores definida previamente. La cuestión radica en determinar si es un requisito indispensable que los acreedores asuman las pérdidas antes de la inyección pública.
El nuevo sistema de liquidación de bancos insolventes establece que no se use por sistema dinero público. Las pérdidas bancarias han de ser absorbidas de forma secuencial: accionistas, obligacionistas junior, tenedores de deuda senior y por último impositores de más de 100.000 euros. Una vez agotadas estas fuentes, podrá recurrirse al fondo público nacional o europeo. Pues bien: si se aplica el bail-in en el caso italiano, los recursos no serán suficientes para cubrir las pérdidas, por lo que se requerirá un bail-out, un rescate con dinero público.
En el diario Financial Times y el semanario The Economist, las autoridades italianas han recomendado a las autoridades europeas que inyecten temporalmente dinero público, bien regulado y controlado, para salvar a los bancos. Argumentan que situar el coste del ajuste en la escala de los acreedores equivale a pasar una parte destacada del mismo a las familias. Y está por ver si pueden aguantar sobre sus hombros tan pesada carga.
Llegados a este punto, quiero recordar un principio de coherencia: habiéndose puesto en marcha una Unión Bancaria que ha estrenado un sistema de liquidación de bancos —que carga las pérdidas sobre el sector privado— resulta sorprendente que ahora, seis meses después de hacerlo, ya se hable de esquivar este cambio. Malo si no se sabía lo que ocultaban los balances de la banca italiana. Pero mucho peor si, sabiéndolo, se desencadenó una iniciativa que no podrá cumplirse.
Francisco Fernández Marugán es economista y adjunto primero al Defensor del Pueblo
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