Las democracias son propensas al populismo, sobre todo cuando la inequidad está en alza
Hace poco, el economista Barry Eichengreen de la Universidad de California en Berkeley dio una conferencia en Lisboa sobre la desigualdad, y en ella demostró una de las virtudes de ser un estudioso de la historia económica. Eichengreen disfruta tanto como yo de las complejidades de cada situación, y evita caer en la simplificación excesiva en la búsqueda de claridad conceptual. Esta actitud pone freno al impulso de tratar de explicar acerca del mundo más de lo que podemos saber con un único modelo sencillo.
En relación con la desigualdad, Eichengreen identificó seis procesos de alto nivel que operaron a lo largo de los últimos 250 años.
El primero es el incremento del diferencial de ingresos en Gran Bretaña entre 1750 y 1850, conforme las mejoras logradas gracias a la Revolución Industrial británica beneficiaron a la clase media pero no a los pobres, en zonas tanto urbanas como rurales.
En segundo lugar, entre 1750 y 1975, la distribución del ingreso también empeoró en todo el mundo, cuando algunas regiones sacaron provecho de las tecnologías industriales y posindustriales, pero otras no. Por ejemplo, en 1800, la paridad del poder adquisitivo de Estados Unidos era dos veces la de China; en 1975, era 30 veces la de China.
El tercer proceso es lo que se conoce como “primera era de globalización”, entre 1850 y 1914, cuando los niveles de vida y productividad de la mano de obra convergieron en el hemisferio norte. Durante este período, 50 millones de personas abandonaron una Europa agrícola sobrepoblada para asentarse en otros lugares ricos en recursos. Se llevaron consigo sus instituciones, tecnologías y capital, y el diferencial de salarios entre Europa y las nuevas economías se redujo de alrededor de 100% a 25%.
Esto coincidió a grandes rasgos con la “edad de oro” de 1870 a 1914, cuando en el hemisferio norte aumentó la desigualdad dentro de cada país conforme la capacidad de emprendimiento, la industrialización y la manipulación financiera permitieron canalizar la mayor parte del ingreso adicional hacia las familias más ricas.
La desigualdad de la “edad de oro” se redujo considerablemente durante el período de la socialdemocracia en el hemisferio norte, entre 1930 y 1980, cuando el aumento de impuestos a los ricos ayudó a pagar nuevas prestaciones sociales y programas públicos. Pero la etapa siguiente, la última, nos trae al momento actual, en que las políticas económicas han provocado una vez más un empeoramiento de la distribución de ingresos en el hemisferio norte, que preanuncia una nueva “edad de oro”.
Las democracias son propensas al populismo, sobre todo cuando la inequidad están en alza
Los seis procesos con efecto sobre la desigualdad identificados por Eichengreen son un buen punto de partida. Pero yo añadiría otros seis.
En primer lugar, la pertinaz persistencia de la pobreza absoluta en algunos lugares, a pesar de la extraordinaria reducción general habida desde 1980. Como señala la profesora Ananya Roy, de la Universidad de California en Los Ángeles, las personas que viven en la pobreza absoluta están privadas tanto de oportunidades cuanto de medios para cambiar su situación. Carecen de lo que el filósofo Isaiah Berlin denominó “libertad positiva” (capacidad de autorrealización) y al mismo tiempo de “libertad negativa” (ausencia de impedimentos a la acción). Vista así, la desigualdad es una distribución despareja no solo de riqueza, sino también de libertad.
El segundo proceso es la abolición de la esclavitud en muchas partes del mundo durante el siglo XIX, a la que siguió (tercer proceso) la gradual flexibilización global de otras restricciones de casta (raciales, étnicas o de género) por las que incluso algunas personas provistas de riqueza estaban privadas de oportunidades para usarla.
El cuarto proceso consiste en dos generaciones recientes de alto crecimiento en China y una en India, un factor considerable de la convergencia global de la distribución de la riqueza desde 1975.
El quinto proceso es la dinámica del interés compuesto, que mediante disposiciones políticas favorables permite a los ricos sacar provecho de la economía sin crear nueva riqueza. Como observó el economista francés Thomas Piketty, es posible que este proceso haya actuado en el pasado, y sin duda actuará todavía más en el futuro.
Llegados aquí, debería ser claro por qué empecé señalando la complejidad de la historia económica. Dicha complejidad exige que cualquier ajuste a la política económica se base en ciencia social seria y sea dirigido por líderes electos que realmente actúen movidos por el bien público.
Este énfasis en la complejidad me trae a un último factor con efecto sobre la desigualdad, tal vez el más importante de todos: la movilización populista. Las democracias son propensas a los levantamientos populistas, especialmente cuando la desigualdad está en alza. Pero el historial de esos levantamientos debería llamarnos a reflexión.
En Francia, la movilización populista instaló a un emperador (Napoleón III, líder de un golpe de estado en 1851) y provocó la caída de gobiernos elegidos democráticamente durante la Tercera República. En Estados Unidos, sostuvo la discriminación de los inmigrantes y la legalización de la segregación racial con las leyes de Jim Crow.
En Europa central, la movilización populista impulsó el expansionismo imperial disfrazado de internacionalismo proletario. En la Unión Soviética, ayudó a Vladímir Lenin a consolidar el poder, con consecuencias desastrosas que solo fueron superadas por los horrores del nazismo, que también llegó al poder subido a una ola populista.
Las respuestas populistas constructivas a la desigualdad no son tantas, pero sin duda hay que mencionarlas. En algunos casos, el populismo ayudó a extender el derecho al voto, implementar sistemas tributarios progresivos y la seguridad social, acumular capital físico y humano, abrir las economías, priorizar el pleno empleo y alentar las migraciones.
La historia nos enseña que estas últimas respuestas a la desigualdad hicieron del mundo un lugar mejor. Por desgracia (y a riesgo de pecar de excesiva simplificación) casi nunca escuchamos las lecciones de la historia.
J. BRADFORD DELONG ES EX SECRETARIO ADJUNTO DEL TESORO DE LOS ESTADOS UNIDOS, PROFESOR DE ECONOMÍA EN LA UNIVERSIDAD DE CALIFORNIA EN BERKELEY E INVESTIGADOR ASOCIADO EN LA OFICINA NACIONAL DE INVESTIGACIONES ECONÓMICAS DE LOS ESTADOS UNIDOS (NBER).
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