Para muchos brasileños, Fernando Collor es un personaje no muy recordado de un pasado oscuro. Él alcanzó notoriedad como el presidente que fue destituido por corrupción en 1992. A pesar de su destitución, Collor ha sido senador desde el 2007, y este mes, el expresidente volvió a ser noticia: la policía federal allanó su casa en Brasilia, incautando un Ferrari, un Lamborghini y un Porsche, como parte de una investigación a unos 50 políticos en ejercicio que habrían recibido pagos indebidos de la empresa petrolera estatal Petrobras. Collor niega las acusaciones en su contra.
“Todas las carreras políticas terminan en fracaso”, opina Enoch Powell, un político británico. Pero en América Latina, algunas parecen no terminar nunca en lo absoluto. Tenemos, por ejemplo, a José Sarney, el predecesor de Collor en la presidencia de Brasil, quien llegó a pasar 24 años como senador, ocho de ellos como presidente de la cámara. Él dejó el cargo en enero, a los 84 años, pero aún ejerce influencia a través de su hijo, que es diputado federal.
Álvaro Uribe, presidente de Colombia entre el 2002 y 2010, ahora lidera a la oposición contra su sucesor, Juan Manuel Santos, desde una curul en el Senado. En Chile, se dice que el expresidente Ricardo Lagos está pensando en volver a postular a la presidencia en el 2017, cuando tenga 79 años. En Perú, uno de los tres supuestos principales candidatos en las elecciones presidenciales del próximo año es Alan García, quien ya ha ocupado el cargo en dos ocasiones. Tabaré Vázquez, actual presidente de Uruguay, estuvo en el poder entre el 2005 y 2010.
México fue alguna vez la excepción. En sus siete décadas de gobierno de un solo partido, encontró una manera de imponer una renovación política: el presidente era omnipotente durante seis años y luego nadie, oficialmente. Esto ha comenzado a cambiar. El expresidente Carlos Salinas es un asesor ocasional del actual mandatario Enrique Peña Nieto. Margarita Zavala, esposa de Felipe Calderón, el predecesor de Peña Nieto, es candidata a la presidencia en el 2018.
[Uno de los automóviles de lujo incautados en la residencia del senador y expresidente brasileño Fernando Collor de Mello, implicado en un escándalo de corrupción que involucra a Petrobras.]
Algunos expresidentes cumplen sabiamente el papel de estadistas, ejerciendo una influencia discreta, sin tratar de volver al poder. Eso sucede con César Gaviria de Colombia (y hasta ahora con Lagos). También pasa con el brasileño Fernando Henrique Cardoso, quien sigue siendo, a los 84 años, el líder no oficial de la oposición, en parte debido a la falta de aspirantes más jóvenes.
Pero su imponente presencia puede haber hecho más difícil la renovación de su Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB). En cuanto a su principal enemigo, Luiz Inácio Lula da Silva, a veces él ha parecido actuar como alguien que siempre está dando instrucciones a la actual presidenta Dilma Rousseff, aunque ahora las relaciones entre ambos están tensas. Las autoridades en Brasil también están investigando a Lula por tráfico de influencias a favor de empresas constructoras, cargos que él niega enérgicamente.
¿Por qué tantos expresidentes prefieren, a una edad avanzada, un rol activo en política que uno de estadista? Un factor es el aumento de la esperanza de vida y una mejor salud: los 80 años son los nuevos 60. Los latinoamericanos suelen respetar a sus mayores. La tradición del caudillo y el culto al líder siguen vigentes. Algunos políticos se aferran al cargo para obtener inmunidad legal. Además, los débiles sistemas de partidos en algunos países dan más importancia a los individuos. Y la notoriedad del nombre ayuda mucho en política, basta con preguntarle a los Clinton o los Bush.
Solo cuatro países latinoamericanos –México, Guatemala, Honduras y Paraguay– prohíben a los presidentes ocupar el cargo más de una vez. (Sin embargo, el presidente de Honduras ahora promueve una enmienda constitucional que permite un segundo mandato consecutivo.)
[El primer mandato de Alan García, cuando tenía 36 años, fue un desastre hiperinflacionario.]
Para mantenerse en el ojo público, los políticos brasileños de primera línea suelen aceptar cargos en niveles inferiores de gobierno. José Serra del PSDB fue gobernador y alcalde de São Paulo entre dos fallidas candidaturas presidenciales. Pero en la política genuinamente federal de Brasil, estos roles tienen una influencia real.
El activismo político de los expresidentes significa que “las generaciones más jóvenes están envejeciendo antes de que puedan conseguir una oportunidad para dirigir el país”, escribe el politólogo chileno Patricio Navia en el periódico Buenos Aires Herald. “A las nuevas ideas, prácticas y tecnologías que son acogidas rápidamente por el resto de la sociedad, les resulta difícil entrar en la arena política”. El descrédito en que ha caído la política también puede disuadir a potenciales líderes prometedores de entrar en este terreno.
Los estadistas mayores son un valioso recurso político. La juventud no es por sí sola garantía de agudeza política. El primer mandato de Alan García en el Perú, que comenzó en 1985 cuando tenía 36 años, fue un desastre hiperinflacionario. Las dificultades de Peña Nieto, quien se convirtió en presidente a los 46 años y no ha respondido adecuadamente a la indignación pública sobre el crimen y la corrupción, se deben en parte a su inexperiencia. Sería discriminatorio a la edad negar el derecho de los vivaces jubilados a seguir buscando un alto cargo. Pero no es necesariamente prudente votar por ellos. Los políticos, como las baterías, se agotan con el tiempo.
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