TEORÍA ECONÓMICA BASURA
Durante mucho tiempo, no pareció preocupar mucho qué se enseñaba —y, aún más importante, qué se dejaba de enseñar— en las licenciaturas en Económicas. ¿Por qué? Porque la Reserva Federal y sus instituciones hermanas tenían la situación bien controlada. Como he explicado en el capítulo 2, lidiar con una recesión ordinaria es bien fácil: basta con que la Reserva Federal imprima más dinero e impulse hacia abajo las tasas de interés. En la práctica, la tarea no es tan simple como cabría imaginar, porque la Reserva Federal debe determinar qué cantidad de medicina monetaria precisa administrarse y hasta cuándo, todo ello en un entorno en el que los datos no cesan de variar y hay demoras notables antes de que puedan observarse los resultados de una política dada. Pero estas dificultades no impidieron que la Reserva Federal se esforzara por hacer su trabajo; aunque muchos de los macroeconomistas de las universidades se perdieran por el País de Nunca Jamás, la Reserva Federal mantuvo los pies en el suelo y continuó patrocinando estudios que eran relevantes para su misión. Pero ¿y si la economía se topaba con una recesión realmente grave, una que no se pudiera contener con la política monetaria? Bien, se suponía que esto no iba a ocurrir; de hecho, Milton Friedman afirmó incluso que no podía ocurrir. Hasta quienes están en desacuerdo con muchas de las posiciones políticas que adoptó Friedman deben reconocer que fue un gran economista y acertó en algunos aspectos de enorme importancia. Por desgracia, una de sus afirmaciones más influyentes —que la Gran Depresión nunca habría ocurrido si la Reserva Federal hubiera cumplido con su labor, y que una política monetaria adecuada podía impedir que nada similar sucediera por segunda vez— fue, casi con toda certeza, errónea. Y este error tuvo una consecuencia grave: apenas hubo estudios, ni dentro de la Reserva Federal ni en sus instituciones hermanas, ni tampoco entre los investigadores profesionales, dedicados a analizar qué directrices habría que seguir en el caso de que la política monetaria no fuera suficiente. Para dar al lector una idea del estado de ánimo que imperaba antes de la crisis, citemos lo que Ben Bernanke dijo en 2002, en una conferencia de homenaje a Friedman en su 90.° aniversario: Déjenme concluir mis palabras abusando ligeramente de mi condición como representante oficial de la Reserva Federal. Quisiera decirles a Milton y Anna: con respecto a la Gran Depresión, estáis en lo cierto. La provocamos nosotros. Lo sentimos mucho. Pero gracias a vosotros, no nos volverá a ocurrir. Lo que en realidad ocurrió, por descontado, fue que en 20082009 la Reserva Federal hizo todo lo que Friedman afirmaba que debería haber hecho en los años treinta del siglo anterior; y aun así, la economía parece atrapada en una enfermedad que, sin ser tan negativa como la Gran Depresión, sin duda exhibe un parecido claro. Y muchos economistas, lejos de ayudar a concebir y defender pasos adicionales, lo que hicieron fue levantar más obstáculos contra la acción. Lo llamativo y desolador de estos obstáculos a la acción fue —no hay otra forma de denominarlo— la brutal ignorancia que demostraban. ¿Recuerda el lector cómo, en el capítulo 2, cité a Brian Riedl, de la Heritage Foundation, para ilustrar la falacia de la ley de Say, es decir, la idea de que los ingresos se gastan necesariamente y la oferta crea su propia demanda? Bien, a principios de 2009, dos influyentes economistas de la Universidad de Chicago, Eugene Fama y John Cochrane, defendieron exactamente la misma idea en contra de la utilidad del estímulo fiscal; y presentaron esta falacia, refutada hace mucho, como una concepción de hondura que, por la razón que fuera, los economistas keynesianos no habían logrado comprender durante las tres últimas generaciones. Y este tampoco fue el único argumento estúpido que se presentó contra el estímulo. Por ejemplo, Robert Barro, de Harvard, defendió que buena parte del estímulo se vería compensado por una caída en la inversión y el consumo privado, igual que (según apuntó útilmente) ocurrió cuando el gasto federal ascendió tanto durante la segunda guerra mundial. Al parecer, nadie le sugirió que el gasto de los consumidores podría haber caído durante la guerra porque había aquello que se dio en llamar «racionamiento»; o que el gasto en inversión podría haber caído porque el gobierno vetó temporalmente la construcción que no fuera esencial. Entretanto, Robert Lucas defendió que el estímulo carecería de eficacia basándose en un principio conocido como «equivalencia de Ricardo»; y en esta defensa demostró, de paso, que o desconocía u olvidó cómo funcionaba este principio en realidad. Como simple comentario adicional, muchos de los economistas que se presentaron con tales ideas se esforzaron por hacer valer su autoridad frente a los que sí defendían el estímulo. Cochrane, por ejemplo, declaró que el estímulo no formaba «parte de lo que nadie ha enseñado a los estudiantes universitarios desde los años sesenta. Eso [las ideas keynesianas] no son sino cuentos de hadas que han demostrado ser falsos. Es muy reconfortante, en tiempos de crisis, volver a los cuentos de hadas que oíamos de niños, pero esto no les priva de su falsedad». Entretanto, Lucas despreció el análisis de Christina Romer, principal asesora económica de Obama y distinguida estudiosa de (entre otras materias) la Gran Depresión; lo hizo calificándolo de «teoría económica basura» y acusó a Romer de consentir caprichos y ofrecer una «racionalización desnuda para unas ideas que, en fin, ya se habían decidido por otras causas».
Barro, ciertamente, también intentó sugerir que el que esto escribe no estaba cualificado para hacer comentarios de macroeconomía. Por si el lector se lo está preguntando, todos los economistas que he mencionadoson, en cuanto a su punto de vista político, conservadores. Así pues, hasta cierto sentido,
actuaban de hecho como lanceros del Partido Republicano. Pero no habrían estado tan dispuestos a decir tales cosas, ni habrían hecho tanta demostración de ignorancia, si la profesión en su conjunto no hubiera perdido el rumbo hasta tal extremo durante los últimos treinta años. Por simple afán de claridad, diré también que algunos economistas —tales como Christy Romer— nunca se olvidaron de la Gran Depresión y sus implicaciones. Y, en estepunto, en el cuarto año de la crisis, hay un cuerpo creciente de obras excelentes, escritas muchas de ellas por economistas jóvenes, sobre política fiscal. Son obras que, por lo
general, confirman que el estímulo fiscal es eficaz y, de manera implícita, sugieren que se debería haber hecho a una escala muy superior. Pero en el momento decisivo, cuando lo que realmente necesitábamos era claridad,los economistas presentaron una cacofonía de puntos de vista que, más que reforzar la
necesidad de una actuación, contribuyó a socavarla.
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